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Cuando salimos de Formosa, debemos hacer migraciones. Recién en Asunción deberemos hacer la entrada al Paraguay (en Pilar, fue solo una escala). Lo que dure el tramo estaremos en ningún lado.

Pasaremos la noche sin asentamiento en país alguno: Ya se prefigura un nuevo país, el que conformamos en ese tramo. Algunos ya lo llamen el Paranara’angaland, con Pere hemos pensado una moneda, le pedí que fuera plegable; él ya le dotó de nombre: el Convivio.

Los chistes al respecto de este no-país esconden pequeñas críticas a esos límites que en realidad son fronteras permeables y poco definidas. Esos niños que cruzan desde Alberdi a Formosa para ir a la escuela ¿sabrán de límites? Límites, ¿qué límites?

Formosa / Fronteras / Límites

Formosa. Se llega. El calor se había anunciado ya, ahora cae feroz, sobre nosotros.

En un momento nos sentamos en un parque a orillas del río. Del otro lado, Alberdi. Allí, tan cerca, otro país.

La frontera, ese territorio en el cual no existe límite, sino una permeabilidad contaminante, en el mejor sentido.

Recuerdo ahora todas las veces que tuve que cruzar Clorinda-Falcón o al revés. Todas las veces que, ahora, debo cruzar el Paraná (Encarnación-Posadas). Es en estas ocasiones que sí se nota el límite, aunque en verdad no exista. La putada de las naciones es esa, que le exigen a uno tener documentos, pasaportes (pasa-portes), salvoconductos. Es al revés que en las películas: tratan a la gente como culpable hasta que pruebe su inocencia. Ser paraguaya allí es un karma; de por sí la desconfianza es mayor.

Los niños y niñas de Alberdi cruzan a Formosa para ir a la escuela y al hospital, muchos de ellos tienen doble nacionalidad. Los contribuyentes argentinos pagan por estos niños y niñas, además de pagar por los propios. Esa generosidad se me muestra extraña cuando recuerdo lo que figura al dorso de mi título de grado obtenido en la capital porteña: “Este título no es válido dentro del territorio de la República Argentina”, por el sólo hecho de no pertenecer.